París se prepara para una cita de la que se espera un pacto global contra
el calentamiento. Pero los esfuerzos de los países no son suficientes

La batalla para revertir el problema de las emisiones se ha perdido, ahora lo que se intenta es mitigarlo

Esto no es una cuestión de bichos y flores del campo. Hablamos de sequías, pérdidas de cultivos, hambre y refugiados climáticos, ciudades inundadas y empresas energéticas que debaten cuándo y cómo deben transformarse. La ciencia ha dejado sin espacio a los negacionistas del cambio climático. “Me equivoqué”, reconocía hace un par de semanas Mariano Rajoy cuando se le preguntó por sus dudas del pasado sobre la importancia del fenómeno. De la agenda del presidente durante esta legislatura ha permanecido ausente el calentamiento.

Los principales líderes del planeta, desde Barack Obama hasta Xi Jinping, pasando por el Papa o Angela Merkel, llevan tiempo alertando de la dimensión del problema. Llevan meses también preparando la cumbre que arranca el 30 de noviembre en París, en la que 195 países tratarán de cerrar un acuerdo global contra el cambio climático.

Tras 20 reuniones anuales de este tipo, convocadas bajo el paraguas de la ONU, hay esperanzas en que en la cumbre de la capital francesa se cierre por fin un acuerdo global que comprometa a todos. “Es la última oportunidad”, dice Christiana Figueres, secretaria ejecutiva de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Pero esa última oportunidad solo servirá para que este problema tenga un impacto “manejable” para la humanidad.

Porque la principal batalla se ha perdido. “No vamos a evitar el cambio climático”, advierte Figueres. La enorme cantidad de gases de efecto invernadero –principalmente dióxido de carbono (CO2)– que el hombre ha expulsado a la atmósfera hace irreversible el calentamiento, como se ha alertado desde la ciencia y se ha asumido desde los Gobiernos de esos 195 países. De lo que se trata ahora es de mitigar el problema y adaptarse.

Y de mitigación y adaptación –con la financiación que lleva asociada– se discutirá en París.

La fórmula que se ha elegido para afrontar la primera de las acciones es la de los compromisos voluntarios que los Estados presentan antes de la cumbre: 156 países ya han registrado sus aportaciones para reducir las emisiones nacionales de gases de efecto invernadero, que se generan por la quema de combustibles fósiles en la industria y el transporte y la actividad agrícola. “Ya están todas las grandes economías y los grandes emisores”, resalta Miguel Arias Cañete, comisario europeo de Acción por el Clima y Energía. Alrededor del 90% de las emisiones globales están bajo compromisos. Solo China, EE UU y la UE acumulan el 50%. “En Kioto [el protocolo que en París se quiere sustituir] había 35 países y solo cubría el 11% de las emisiones globales”, añade Arias Cañete. China y EE UU se quedaron fuera de los compromisos de reducción. “Esto no es un Kioto II. Ahora es más expansivo y están todos”, insiste Valvanera Ulargui, directora de la Oficina Española de Cambio Climático.

El alto nivel de compromisos nacionales es la buena noticia. La mala, que “no son suficientes”, reconocen Figueres y el comisario europeo. Para que el cambio climático sea manejable –y que sus efectos no resulten tan devastadores–, los científicos han fijado un tope: que a final de este siglo el aumento de la temperatura no supere los dos grados respecto a los niveles preindustriales. La proyección de los compromisos nacionales presentados haría que en 2100 la temperatura creciera, según la ONU, unos tres grados. De hecho, las emisiones seguirán creciendo de aquí a 2030, pero a un ritmo menor. Otras proyecciones hablan incluso de un incremento de hasta cuatro grados.

Los compromisos nacionales fijan metas para 2025 y 2030. La idea que apadrina la Unión Europea, y que acepta China, es que esas aportaciones sean revisa-
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EL OCASO DEL CARBÓN
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El mineral negro impulsó la riqueza económica
de Europa y su unidad política. Ahora, el calentamiento global lo está empujando al
declive hasta convertirlo en un lastre

El tiempo pasa y el capitalismo 3.0 triunfa con sus ejércitos de frikis de la tecnología. ¿Cómo es posible que los gueules noires [caras negras, mineros], símbolo de un mundo casi desaparecido, sigan vigentes en la memoria de Francia, Reino Unido, Polonia o Alemania? Porque antaño extraían un recurso prodigioso —el carbón— que hizo posible que el Viejo Continente iniciara su desarrollo, que estructuró su historia social y asentó los cimientos de la construcción europea… antes de convertirse en la bestia negra de los movimientos de defensa del medio ambiente. El mineral negro será el principal objeto de debate en la Conferencia Mundial sobre el Clima que se celebrará entre el 30 de noviembre y el 11 de diciembre en Le Bourget, cerca de París.
Daniel Mihailescu (Afp) Trabajadores de la mina de carbón de Petrila (Rumanía), la más profunda de Europa, poco antes de ser cerrada en octubre.

El carbón ha conocido días mejores. “¿Qué nación no ha sentido celos de esos inmensos bancos de hulla, de esas Indias negras de Reino Unido, verdadera fuente de su poderío industrial y comercial?”, decía un alto funcionario francés en 1837. Por entonces, ese país era el escenario, desde hacía ya medio siglo, de la primera revolución industrial, marcada por el auge de la siderurgia y el textil, antes de que la electricidad y el petróleo condujeran a Europa a una segunda revolución. Las grandes cuencas industriales se establecieron sobre las minas, o cerca de ellas, como si estuvieran conectadas por un rico y largo filón subterráneo: Escocia, Gales y norte de Inglaterra, Bélgica, norte de Francia, el Ruhr alemán, la Alta Silesia polaca. El carbón favoreció el desarrollo de canales para su transporte, de fábricas que quemaban coque para producir acero, vital para el despliegue de las vías férreas y, más tarde, para el de la electricidad.

Combustible Primario

Combustible Primario

La mina dio pie a un imaginario social forjado a base de sufrimiento humano y luchas colectivas. Las imágenes emergen a la superficie desde el pasado: buscadores de cinco años, esclavos blancos empujando por las galerías unas vagonetas cargadas de hulla, mortíferas explosiones de grisú, arengas sindicales ante la bocamina. En Europa (como en EE UU), las huelgas de mineros fueron más frecuentes, más largas y más duras que en otros sectores.

Lo que impulsó la riqueza económica del Viejo Continente impulsó también su historia política. La industria del carbón contribuyó a la emergencia de la democracia en el siglo XIX, pues los mineros pudieron utilizar el arma de la huelga, e incluso del sabotaje, para defender sus reivindicaciones sociales y políticas (salarios decentes, representación sindical, jubilación, sanidad…), sostiene el historiador y politólogo norteamericano Timothy Mitchell en Carbon Democracy (Verso, Londres-Nueva York, 2011). “El flujo y la concentración de la energía permitieron aunar las demandas de los mineros con las de otros trabajadores y dar a sus argumentos una fuerza técnica que no podía ser ignorada fácilmente”, escribe. En 1890, asustado por sus huelgas en Alemania, el emperador Guillermo II convocó una conferencia internacional para establecer normas sociales en las minas, especialmente la limitación del trabajo de mujeres y niños.

Todavía hoy, el 85% del mineral es consumido en el país de extracción, según la Agencia Internacional de la Energía (AIE). A partir de 1945, el petróleo hizo retroceder la dinámica social impuesta por el carbón, señala Mitchell: recurso menos ávido de mano de obra, transportado a través del planeta y alejado de los lugares de consumo, el oro negro es la energía de la globalización, que ha permitido debilitar la capacidad humana para perturbar la actividad económica.

Tras la II Guerra Mundial, la roca negra seguía siendo la primera fuente de energía en Europa, por delante del petróleo. No es casual que fuera la primera herramienta de su unificación. El 9 de mayo de 1950, París propuso una Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) entre Francia, la RFA, Italia y los tres países del Benelux, dotada de una autoridad supranacional para pilotar dos sectores claves. De este modo, Robert Schuman pretendía hacer la guerra “no solo impensable, sino materialmente imposible”. Mediante un apoyo masivo a estas industrias, también quería “permitir que se modernizasen, optimizasen su producción y redujesen sus costes”.

Pero lo que ayudó a Europa a alcanzar tiempos de bonanza económica puede ser ahora su perdición debido a la amenaza del cambio climático. estigmatizar a los grandes países carboníferos (Polonia, Alemania) que continúan explotándolo y quemándolo en sus centrales. “Estas críticas tienen más eco desde que los proyectos piloto de captación y almacenamiento de dióxido de carbono, apoyados por Bruselas, han resultado decepcionantes”, señala el climatólogo Jean Jouzel, vicepresidente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Clima (IPCC por sus siglas en inglés). Aunque los industriales dominan bien la captación, no han resuelto la cuestión del almacenamiento. Esas tecnologías son caras y los municipios rechazan que se entierre carbono cerca de sus casas.

La OCDE reclama el fin de las subvenciones al carbón. Ante la presión de la opinión pública y la amenaza de una tasa al carbono, los gestores de fondos soberanos, banqueros, aseguradores e industriales se desvinculan del sector. Hasta el papa Francisco, que ha afirmado que las energías fósiles, “sobre todo el carbón”, deben ser sustituidas “sin tardanza” por energías renovables. ¿Es realista, teniendo en cuenta que un estudio reciente publicado por la revista Nature revela que para limitar el calentamiento del planeta a dos grados, China e India tendrían que renunciar a explotar el 70% de su carbón, África el 90%, EE UU el 92% y Europa el 78%?

Sin embargo, ningún continente ha llevado a cabo su transición energética mejor que Europa: actualmente, solo es responsable del 5% de la producción mundial de carbón (7.800 millones de toneladas en 2014) y de menos del 10% de su consumo. Aún cuenta con 280 centrales y el cierre de minas no rentables obedece más a la necesidad económica que a la virtud ecológica, como bien saben los mineros británicos inmersos entre 1984 y 1985 en el conflicto más largo y violento de su posguerra contra el cierre de los yacimientos de hulla. Las dos últimas minas del país cerrarán en diciembre, últimos estertores de un siglo XIX que no termina de morir.

Edición EL PAÍS (08-11-2015): http://lector.kioskoymas.com/epaper/showarticle.aspx?article=8776638e-9c1d-4a28-a4aa-af20f693dfbc&key=DvwD9TyycMJRS26kUDmDHg%3d%3d&issue=23182015110800000000001001